En el comedor espacioso, de vigas limpias y rojas, donde pendían los melones estrangulados por la cuerda de esparto, racimos de panojas que parecían piñas de oro y unas pieles retorcidas y secas de melocotón, no había otra luz, de la hoguera esplendorosa cuyas llamas magnificas se tragaba con voracidad la campana de obra, aquella campana tan peripuesta con jarros ventrudos, vasos de vidrio y asa, morteros de fábrica, una botella de tinta azul y un bote de bicarbonato, en el vasar.
Formando medio circo alrededor de !a lumbre se habían agrupado el capellán, José María, don Onefre, «Cheroni», el Agüielo, «Pintamonas», Raimundo y el señorito Manuel. Estaban sentados en mecedoras de respaldar doblado hacia delante y cubierto por funda de crochet, lo que permitía ignorar la vejez lamentable de la lona, menos el capellán, que ocupaba, como siempre, un sillón reverendo, y no lo tenían igual de recio y clásico las celdas de los frailes, los coros de las colegiatas y los despachos de los antiguos caballeros donde hay también una panoplia con dos guantes hinchados.
El padre cura era viejecito y enfermo cardíaco. El balandrán que vestía sus huesos y su piel — porque la molla se había reducido á las piernas edematosas y los pulpejos de los dedos—, tenía una esclavina con puntas que recordaba fielmente la tela de un paraguas sin armazón. Era el párroco del pueblecito. Comía sopas de ajo, pernil, chocolate, huevos, tortas de atún y ensaladas de lechuga, esa lechuga fresca que en Valencia se nombra, tan poco líricamente, de oreja de burro.
José María, en las fiestas, cuando había de lucir su capa de vuelo y sombrero de cartón y velludo, era el Alcalde; pero los días de labor no pasaba de modesto labriego, y sólo los ciegos no le veían trabajar el campo siguiendo la mula cuarentona, el arado, el surco del arado y las pisadas de la mula.
Don Onofre curaba enfermos, más con la bondad de su carácter que con la sabiduría de su ciencia.
«Cheroni no hacía nada y reía de todos, para que todos riesen de él. El Agüelo, que picaba espartos cara al sol y cuando se afeitaba había de poner á remojo la barba, contó aquella noche una leyenda del huerto de Sabater.
La leyenda la contaba además otras noches á la misma gente.
Y decía: como yo siempre soy el mismo, siempre cuento lo mismo. .Si no dejaría de ser quien soy. Le gustaba el vino, y las mujeres le habían gustado, á pesar de lo cual tenía los dientes en su sitio y completos.
A ‘Pintamonas» se le apodaba así por pintar abanicos;
y no por que los abanicos fueran monas, sino por lo mal que
los pintaba.
En la calle Mayor, por San Jaime, había un gran partido de pelota con asistencia de la Guardia civil y autoridades de los pueblos.
Una ladera de la calle era la iglesia, y al alzar á Dios paraba el juego, y en el silencio se oía á través de los muros la campanilla sacra.
‘Pintamonas» perdía cada año el día de San Jaime 25 pesetas.
Raimundo casó con una labradora hermosísima. Como eran jóvenes y arrendatarios del huerto del «Sabater», decía el pueblo que no podían desear otra dicha, y que le dieran gracias á Dios.
El señorito Manuel, amo de Raimundo, con mucho dinero, juventud lozana y un título de marqués que venía saltando generaciones desde el siglo XVII, estaba enamorado de un imposible. El imposible era Carmela, y Carmela
la mujer de Raimundo.
— Auego de la misa del Gallo todos aquí otra vez — imperativamente mandó el cura —. Nadie me falte, os tengo preparado de comer, de beber de lo mejor y de divertiros cohetes. .A ti, Dios mediante, «Cberoni», con mis
años aun te correré, ya sabes que yo no los disparo con tenazas como tú, por San Roque, en la procesión. Don Manuel, estos mozos no sirven para nada. Su señor padre, que Dios lo tenga, era conmigo de los más bravos. ¡Qué cordás aquellas tan lucidas!
‘Cheroqui se rió, enseñando los dientes cubiertos de nicotina, como los hierros están cubiertos de orín.
La Agüelo, sin despegar los labios, donde siempre había medio cigarro á medio quemar y medio desliado, asintió con la cabeza.
Y Raimundo dijo:
— Lástima que mi pobreta Carmela no podrá venir.
Le gustan mucho los fuegos. Señorito Manuel, cómo le pintaba yo la casa con los cohetes cuando éramos novios y era vísperas de su santo ó era vísperas de otras fiestas…
— ¡Que no podrá venir, dices.! — preguntó el señorito con la palabra, y los demás con los ojos.
— Está mala, señor. No la dejo salir.
En los corrales vecinos cacareaban su agonía algunos gallos. En el establo de la casa-abadía coceaba un pollino y reñían los conejos, el perro, el gato y un titol.
Una rondalla de carrancs, panderetas y latas cantó á la puerta:
«Esta es la noche de Nochebuena-.
Irrumpió en el comedor una pava fanfarrona, abiertas en palmito las plumas y brillantes los ojos entre la carnación sangrienta de la cabeza erguida,
Regocijó a todos la nueva de !a pava y al señorito Manuel la fidelidad de Carmela.
Alcira es un antiguo pueblo de la nobleza Valenciana. Los títulos que tenían en las calles de Caballeros, Avellanas, Moro-Zeit, Subida del Palau y Plaza de Tetuán, una casa vieja con un escudo y un factón, con otro; tenían también en Alcira un huertu de naranjos, y mal mirados estuvieran entre la aristocracia de no tenerlo y de no ir á los toros por la feria de Julio.
El señorito Manuel, como era vestigio de este rancio historial, conservaba su huerto en las cercanías del poblado, á unos tres kilómetros de distancia, bañándose en la corriente caudalosa del Júcar. Las aguas del Jucar, si no arrastran arenas de oro, las llevan en disolución, porque sabido es que hacen fructificar unas áureas pomas, que decimos naranjas en el paraíso terrenal.
El huerto era famoso, tanto por la leyenda que en redor había propagado el Agüelo, como por su esplendidez suculenta.
Cuéntase que los naranjos se extendían interminables desde la casa, alzada al borde de un camino profundo, entre moras, muchas fanegas de tierra hacia el cauce del rio. Y los árboles, enanos, copudos, inmensos, de una verdura voluptuosa—quizá porque evocaban las festividades paganas
del imperio romano, cuando bajo su palio protector se amaron muchas bacantes y muchos centuriones, y cuando con sus ramas se adornaron muchas cabezas de poetas y danzarinas —, formaban una legión de soldados que acudían al Júcar á refrescar sus pies. Un millar de naranjos mojaba su raigambre en la propia corriente. Otro millar se alejaba de
la casa, siempre hacia el río, su novio. Y como las raíces estaban descubiertas por la hoya, se las podía ver en las noches calmosas alargando sus brazos caminito del agua.
En la misma ribera había unos cenadores de palo y un confortable invernadero con azahares, jazmines y malvas, como los habrá en la Gloria si no mienten los ministros del Señor, y la Gloria es la mansión más poética y amena de los mundos.
Los cuatro árboles de la plaza, secos y mondos, parecían volver á la vida entre el nimbo de luz de luna. Reverberaba la sencilla frontera del templo, en cuyo hastial mecía su cuerpo una campana. Por los altos ventanucos emanaba ligera claridad amarillenta. Del atrio, abierto en par, fluía el vapor del incienso y la fragancia del mirto hollado.
Dos sementeras se empinaban en el altar mayor, junto al Niño Jesús. El nuevo Mesías de cartón fué más afortunado que el que nos redimiera con su pobreza — tenía un lecho de flores.
La segunda quincena de Diciembre llovió en abundancia: largos días sin poder ir al campo, sin salir de casa. sin separarse de la lumbre.
Mas con la Nochebuena, la luna quiso reir y llenó los cielos y la tierra de luz.
En Alcira no había quedado vecino de! pueblo ni colono de los naranjales sin asistir á la Misa del gallo. Las mozas cantarían unos villancicos bucólicos; los mozos acompañarían al órgano con rabeles y zambombas; las viejas dormitarían agazapadas en los rincones al dulce arrullo de
la música; los viejos pasarían el rosario, y en voz alta responderían el ora pro nohis de la liturgia.
El cura lo dijo una vez:
«Más amantes tuvieran todas las cosas de la Iglesia si si mezclaran á la santidad el divertimiento profano.’
En sitio preferente, en un recuadro que cerraban los respaldos del coro y tres bancos, sentáronse José María,don Onofre, «Cheroni-, el Agüelo, «Pintamonas» y Raimundo.
El cura estaba en el altar ofrendando á Dios. Y Dios sabía dónde estaba el señorito Manuel.
Por la mitad de la Misa llegaron al templo unos murmullos zumbadores y lejanos. Parecían venir de otro pueblo, donde anduvieran las gentes alborotadas.
El rumor se fué acercando. Repercutió en la iglesia.
Todas las cabezas miraron á la puerta; las viejas abrieron los ojos marchitos, los viejos callaron el rezo, las mozas desafinaron la voz, los mozos distrajeron la música. El cura equivocó un latín.
Aullaban los perros siniestramente.
Dijo un labrador:
— ¡El río!
Le corearon todos:
— ¡El río!!
Una ráfaga de aire glacial, entrando por las ventanas altas, hizo aletear á una corneja que bebía aceite de un candilón oculto en la sacristía. Retemblaron los cristales de las vidrieras. La luna ostentaba el fatídico halo de las tragedias campesinas.
¡El río, el río maldito! ¡Pobre río, tan bienhechor!
Ni rabeles, ni zambombas, ni carrancs, ni villancicos, ni cohetes; sólo gritos de pavor, angustias, lamentaciones corrían por todo el pueblo.
Una tromba de agua cenagosa empezaba á sitiarlo. El Júcar se desbordaba por sus vertientes, ubérrimo y cruel, inundando los naranjales y las chozas.
Quedaron en la iglesia el padre cura y iCheroni», que no se reía.
* * *
Raimundo, caballero en un potro, saltaba por los caminos y las sendas.
¡Vuela, rocín tullido; correr es poco para el ansia cuando agarrota el cuello! ¡Que en tus pobres costillas broten alas!
¡No pises ni !us campos, ni los maizales, ni la tierra!
Raimundo nunca te ha conocido tan perezoso y torpe. -¿Por que no llegas ya el casón que se alza entre las moras?
¿Que haces, mal servidor de tu amo, que no salvas de un brinco la distancia?
¡Derriba los naranjos, los limoneros y los robles, si te estorban ; pasa sobre las casas. flota en las aguas mugido – alumbra con tus ojos la noche , si la luna, la infame luna, niega su luz
¡¡Rocín tullido, vuela; correr es poco para el ansia cuando agarrota el cuello!!
Seguía el Júcar dando á los huertos su caudal asombroso. El río, pródigo, había sufrido mucha s vece s las maldiciones de los labradores ribereños. Querían dominar el reino d e las aguas con sus gritos y sus blasfemias. Querían un hilito de agua para cada naranjo en cada hora y maldecían de este abrazo que el Júcar les enviaba á todos. Ignorancia de las gentes, que van estrechando el cauce de los ríos sin contar que los ríos gustan de libertad y holgura, como los mismos hombres.
A la inclemencia sucumbían ya, sin estrépito, desmoronadas, blandamente deshechas, algunas barracas.
El huerto de Sabater» , aquellas esplendorosas fanegas de tierra fértil, aquella incalculable extensión de verdura frondosa, se había convertido en mar, sobre cuya s crestas parecían boyas las copas d e los árboles.
El sordo rumor de la riada llenaba la quietud de la noche .
Cuando llegó Raimundo y el pobre potro, abandonado, se revolcaba entre el cieno, la casa de labor estaba vacía.
Rebuscó todos los escondrijos, abrió el establo, volaron las aves y huyeron los cerdos y las mulas. volvió á la casa, desfallecido, angustiado ; volcó los muebles, desgarró las puertas,
— ¡¡Mi Carmela!! Y mi Carmela?
Ahogábansele los quejidos, como si tuviera dentro del alma otro río desbordado .
Salió al huerto ; corría el agua por los lindes del saledizo y del parral.
Flotaban algunos objetos: la cubierta del pozo, los gallineros, la barda de un muro, haces de paja. . .
Caminó sin saber por dónde ni á qué . Acaso hacia la muerte .
Unos gritos débiles llenáronle de esperanza. Pensó en el cenador acristalado, donde el difunto señor marqués fue sorprendido en amista íntima con una tiple desvergonzada que cantaba canciones puercas.
Valiéndose d e las tablas y defendiéndose con las ramas de los naranjos, sobrenadó y estuvo cerca del invernadero .
Desde su cima, que ya se cimbreaba á la agitación de la corriente , demandaban auxilio Carmel a y el señorito Manuel.
Raimundo cobró fuerzas. Había comprendido la otra tragedia, más funesta que la tragedia de las aguas. Ahora no era Raimundo ; era el nieto de los moros aquellos que , siendo zapatero el uno , á fuerza de punzadas de lezna, según el Agüelo decía, labraron el huerto y la leyenda del «Sabater.’.
Raimundo sujetó por un brazo al señorito y lo pasó á la simulada balsa, mientras Carmela , agitándose desesperada , demandaba perdón y socorro.
El señorito Manuel estaba pálido y cobarde .
— ¿ Y esa mujer, Raimundo?
Repitió la pregunta cien veces.
En llegando á la casa, Raimundo, sin soltarlo, agarró una hoz, y con mucha energía, como si con la energía respondiera á las cien preguntas, dijo:
— Ella bien muerta está por las aguas. Usted , señorito Manuel, no podía ahogarse sin pagar antes este tributo que me debe .
Y le seccionó de un golpe medio cuello.
También cuentan de los moros que decapitaban con la gumía á los cristianos que ofendieron la santidad de las mezquitas.
por GIL FILLIOL LA DAMA DICIEMBRE, 1910