Sí, ustedes lo han leído bien. Este capítulo trata de fantasmas, de los fantasmas valencianos que, claro, hay todavía muchos sueltos hoy en día. Pero lo que voy a intentar es hablar de los fantasmas de verdad, de los auténticos, de los de túnica blanca que arrastran cadenas tras de si, como almas en pena. Lo que sucede es que estos fantasmas acaban siendo gente viva, muy viva, que vestían el uniforme de fantasma siempre por motivos concretos, como luego veremos.
El uniforme de los fantasmas valencianos era muy tradicional y de una comarca a otra podía tener muy pocas variantes. Consistía en la consabida túnica blanca; una calabaza a la que se le habían hecho unos orificios para que pareciese una diabólica faz, con una vela encendida en su interior: unas cadenas que arrastraba penosamente o unas campanitas anudadas a cada pierna para que repicasen al andar.
Estos fantasmas recibían nombres distintos según cada lugar de nuestras tierras. Yo he oído, y puede que usted también, estimado lector, llamarlos butonis, óbiles, buberotes, musse rotes, gambossins, bruixes, ames, bruixots y muchas variaciones de estos nombres que he escogido como referencia.
Por ejemplo, en la alicantina Beneixama los llaman mumarantes y un versito local lo atestigua: Vint i vint quaranta, Besa-li el cul a la mumaranta.
Como ya he apuntado los fantasmas aparecían casi siempre por objetivos muy precisos: para quitarle algo al prójimo, para asustar al novio de una chica y dejar libre el campo, para gastar una broma, para entrar en alguna casa e, inclu so, para hacer contrabando. Lo importante era dejar libre la calle, el campo, el camino o la casa, para que todos huyesen, o no se acercasen por allí para evitar su encuentro con la bubota.
Cuando se corría por el pueblo la voz de que un fantasma se aparecía al anochecer por la fuente de las afueras o por les eres, ya nadie se acercaba por allí. Era, pues, el momento oportuno para robar los melones o la sandías del vecino del campo de al lado, o para entrar en la casa de una chica que
sus padres estaban fuera esa noche.
Los bromistas siempre han hecho lo mismo, apostar con el más incauto de la pandilla diciéndole que él nunca se atrevería a acercarse a la media noche a la puerta del cementerio.
El pobre, para demostrar lo valiente que era, aceptaba el desafío y, más muerto que vivo, se llegaba hasta el camposanto. Y allí estaban esperándolo una pareja de fantasmas con sus túnicas blancas para darle un susto de muerte. Tan amedrentada quedaba la victima que en algunas ocasiones la broma terminaba en un entierro de verdad.
Otras veces, la buberota se encontraba con alguien que era más valiente que ella y escapana a todo correr con el culo lleno de perdigones.
Pero, como se decía que muchos fantasmas iban armados, lo de dispararle al bulto no todos se atrevían a hacerlo.
Además de que en el pueblo muchos suponían que el fantasma era un vivo que buscaba algo y mejor era dejarlo en paz que meterse en lios.
Y para finalizar este fantasmal capitulo, quiero recoger una historia que el escritor alicantino Francisco Seijo Alonso cuenta en su libro «Fantasmas del País Valenciano».
Sucedió que en un pueblo del Norte de aquella provincia una chica joven y soltera daba muestras de nerviosismo, inquietud e inapetencia. Su padre, viudo, preocupado por la salud de su hija, la acosaba preguntándole qué le pasaba.
Ella decía que nada. Pero ante la insistencia de su progenitor acabó confesandole que un hombre del pueblo, casado, iba detrás de ella acosándola con deshonestas proposiciones.
Ante aquella situación su padre urdió enseguida una trama y penso que sería mejor desacreditarlo para siempre, que enfrentarse directamente al desaprensivo.
El plan consistió en que la chica le dijera al pretendiente que, por fin, consentía estar con él y que aquella noche estaría sola en casa, ya que su padre dormiría en la caseta que tenían en la sierra. Así, a media tarde, el padre cogió el caballo y salió del pueblo diciendo a los vecinos que pasaría la noche en la montaña.
La joven le había dicho al albome que dejaría la llave de su casa en la gatera, para que a cogiese y así poder entrar, que ella estaría esperándolo. Cuando ya era noche cerrada una buberota apareció por la calle con su túnica blanca y la calabaza en la cabeza con los ojos llameantes por la luz de los cirios encendidos en su interior. Todo el mundo se escondió en sus casas, los perros ladraron, los gatos butaron y la calle quedó vacía. fantasma
mano por el agujero de la gatera buscando la llave, pero lo que se encontró fue un cepo de cazar raboses que le atenazó la mano, quedando allí
prisionero. Pasó así toda la noche, pues no se podía soltar. Al hacerse de día los más madrugadores lo vieron con la mano todavía dentro de la gatera. Les dijo que estaba buscando una llave que le había caído allí dentro y que no la encontraba. En esas apareció una pareja de la guardia civil a la que
había llamado el padre de la chica. Y, de esa manera, todo el pueblo supo de las deshonestas intenciones de aquel vecino que no tuvo más remedio que huir de alli para siempre.